5 D’AGOST
Querido misionero,
¡Bienvenido a Cuzco! Cuantos tesoros, cuanto oro, cuanta riqueza, cuanto poder de un imperio del que solo quedan piedras, bonitas y bien conservadas, pero piedras al fin y al cabo. ¡Qué poco valor tienen las cosas que pasan con el tiempo! ¡El mayor tesoro es tener a Cristo, y estos pobres incas no lo sabían! Cuidaros de fijar vuestro amor en las cosas que perduran, pues a veces nos creamos necesidades que no son reales y cuanto más “cogemos” de este mundo, menos ligereza tendremos para saltar al Cielo.
Nadie puede servir a dos señores, no podéis servir a Dios y a las riquezas. Debemos procurar una pobreza interior, un desprendimiento que libere nuestro corazón de las ataduras que puedan darnos las cosas o las personas de este mundo. Debemos evitar necesidades absurdas y así podremos descubrir que solo Dios basta.
La verdadera riqueza de la Iglesia está en los sacramentos, en las obras de misericordia y en las almas de los bautizados, no en sus museos, sus iglesias y ornamentos decorativos.
Así que no os acongojéis cuando busquéis de comer o de beber, bien sabe vuestro Padre que necesitáis de ello. Mirad a las hermanas de Abancay, “Hijas de la Divina Providencia” y nunca les ha faltado nada. Por lo tanto, buscad el Reino de Dios y su justicia, que todo lo demás se os dará por añadidura.
La verdadera pobreza no consiste en no tener, sino en estar desprendido, es decir, renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas. En el Cielo solo te podrás llevar la caridad, ¿de qué te sirve el resto? Pues ninguna cosa fomenta más el deseo de pobreza que creer y esperar en el Señor.
Estos días has podido ver que la pobreza tiene muchos nombres: el ignorante es pobre de saber, el hambriento del comer, el moribundo y el enfermo de salud…
Despójate de lo superfluo y arraiga en ti lo que es cierto, bello y justo, lo que permanece en el tiempo: el amor a Cristo.
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